Ayer comenzamos el mes de octubre. Mes dedicado a muchas cosas. Una de ellas, claramente, -la principal, creo yo-, es la Iglesia misionera.
Si al leer esto, en tu mente ha aparecido una imagen relacionada con niños hambrientos, con climas tropicales, con idiomas y comidas distintas y llamativas... estás parcializando la misión.
Pertenezco a una congregación misionera; profesé y estoy dispuesta a ir a cualquier parte de mundo si el Evangelio lo requiere. He pasado pequeñas (pequeñísimas) temporadas en los llamados "países de misión". Es fundamental para mi fe, para mi vida. Y estoy dispuesta, al menos en deseo, a irme mañana mismo, si así me lo dicen.
Pero hace años voy descubriendo otra cosa, que quizá es la misma: esté donde esté, soy misionera. Estés donde estés tú, estás llamado a serlo, si es que has encontrado algún "tesoro", de esos que uno no quiere perder por nada del mundo y a la vez, no puedes dejar de contárselo a todos.
Sólo tienes que echar un ojo a las cartas de Pablo, gran misionero, a quien estamos recordando especialmente en este año paulino. Si misionero es quien sale de su tierra (=de sus esquemas mentales, de su casa, de su vocabulario y sus lenguajes, de su escala de valores, de sus hábitos, de sus gustos...), cualquier país hoy es Tierra de Misión.
Desde luego, Europa, España, el mundo occidental, es Tierra de Misión. Y posiblemente, justo porque los que vivimos aquí nuestra fe, no lo hacemos convencidos de estar en misión, así nos van las cosas. ¿¿¿¿De verdad salimos de nuestros esquemas, lenguajes, casas, valores, hábitos, gustos... con la gente "de aquí"????
Una propuesta: la próxima vez que pidas por los misioneros (¡hazlo, por favor!), piensa también en todos los que están entregando su vida a tu lado, en tu bloque, en tu parroquia o en tu colegio, porque están también llamados a ser misioneras y misioneros, POR VOCACIÓN.
¿O no?
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