En cierta ocasión, cuentan que Francisco invitó a un fraile joven a que le acompañara a la ciudad para predicar. Accedió con gran entusiasmo y se pusieron en camino. Recorrieron las principales calles, charlando entre ellos amigablemente. La gente con que se cruzaban les miraba y unos cuantos les saludaban. Francisco devolvía el saludo, sonriendo a cada uno de ellos, y esbozando un par de palabras amables. De vez en cuando, se detenían para acariciar a un niño o tener una pequeña charla con algún joven.
Tras callejear por un buen rato, el joven fraile comenzó a impacientarse: ¿no habían ido hasta allí para predicar en la ciudad? ¿cuándo comenzaban?... Inquieto, decidió preguntárselo a Francisco que le dijo:
- Hemos estado predicando toda la tarde, desde que atravesamos las puertas del convento. ¿No has visto cómo la gente observaba nuestra alegría y se sentía consolada con nuestros saludos y sonrisas? ¿No te has dado cuenta de lo gozosos y serenos que hemos estado charlando tú y yo mientras caminábamos? Si estos no son pequeños sermones, ¿qué son entonces?
Tras callejear por un buen rato, el joven fraile comenzó a impacientarse: ¿no habían ido hasta allí para predicar en la ciudad? ¿cuándo comenzaban?... Inquieto, decidió preguntárselo a Francisco que le dijo:
- Hemos estado predicando toda la tarde, desde que atravesamos las puertas del convento. ¿No has visto cómo la gente observaba nuestra alegría y se sentía consolada con nuestros saludos y sonrisas? ¿No te has dado cuenta de lo gozosos y serenos que hemos estado charlando tú y yo mientras caminábamos? Si estos no son pequeños sermones, ¿qué son entonces?
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