No conozco la autoría de este texto, pero me parece de una gran claridad. Nos puede hacer bien a todos: los que tenemos la suerte de tener trabajo, los que esperan encontrarlo, los que lo han perdido... todos. ¡Ojo!, tienes que llegar al final para entender el título y la historia.
En una de tantas comidas familiares que celebramos los domingos, mi hermano llegó sin su habitual botella de vino tinto para paladares entendidos y bolsillos rebosantes. Entre cerveza, vermú y boquerones en vinagre, mi padre bromeó sobre el asunto.- He perdido el trabajo -zanjó fría y secamente.El momento de tensión se vio bruscamente interrumpido por la alegría de mi madre que, ante la perplejidad del auditorio, se acercó a besarlo y abrazarlo.- Ya era hora de que te vieras obligado a liberarte. Ahora podrás empezar una nueva vida… -sus crípticas palabras solo sirvieron para que mi hermano obligara a su pequeña familia a abandonar precipitadamente la estancia sin mediar explicación alguna.
Y es que hace un par de años que había ascendido en la empresa a no sé qué cargo de gerente comercial. Para conseguirlo y mantenerlo había tenido que empeñarse muy duramente, lo que significaba plena disposición horaria y una adhesión incondicional a la compañía que le hacía parecer (y creerse), más que un asalariado, una pieza clave de la Junta Directiva. A cambio, él decía que había podido cambiarse a un cómodo y amplio adosado con jardín, a un potente y seguro todoterreno, comer con la clientela en restaurantes de cocina creativa o llevar un buen vino a la comida familiar.
Mi madre, con la que siempre había tenido una relación muy especial, aprovechaba el mínimo resquicio que le dejaba para llevarlo a la contradicción. Que si ese coche no es para ciudad porque es antiecológico, contamina y gasta demasiado combustible. Que si para qué quieres jardín si no tienes tiempo para disfrutarlo. Que si para qué quieres una hija si no tienes ni idea de qué bocata es el que más le gusta para merendar. Estaba claro que oía pero no escuchaba sus consejos. Eran para él una oración repetitiva y machacona, la típica chapa materna.
La crisis y sus tan socorridos ERE habían acabado con su sueño americano; ese al que hace referencia Will Smith en su malograda y patética Búsqueda de la felicidad; ese que se basa solo y exclusivamente en el dinero, en tener y tener, en acumular, en aparentar, en el poder; si no, uno no puede ser.
En su caso no pudo seguir con su nivel de endeudamiento. Se deshizo de lo que pensaba que eran sus más valiosas posesiones. Recambió la casa por un tercero sin ascensor, el coche por un utilitario de segunda mano, la novel cousin por unas tapas y mi hermana empezó a encargarse del vino de la comida dominical. También recambió sus noches en vela gracias al insomnio, sus taquicardias y jaquecas y sus preocupaciones pasaron a ser otras. Y una tarde en la que mi madre salía a andar por el conocido como “corredor del colesterol”, se le acercó con chándal y deportivos y, cuando fue capaz de articular palabra, le dijo que de atún con aceitunas.
Y es que hace un par de años que había ascendido en la empresa a no sé qué cargo de gerente comercial. Para conseguirlo y mantenerlo había tenido que empeñarse muy duramente, lo que significaba plena disposición horaria y una adhesión incondicional a la compañía que le hacía parecer (y creerse), más que un asalariado, una pieza clave de la Junta Directiva. A cambio, él decía que había podido cambiarse a un cómodo y amplio adosado con jardín, a un potente y seguro todoterreno, comer con la clientela en restaurantes de cocina creativa o llevar un buen vino a la comida familiar.
Mi madre, con la que siempre había tenido una relación muy especial, aprovechaba el mínimo resquicio que le dejaba para llevarlo a la contradicción. Que si ese coche no es para ciudad porque es antiecológico, contamina y gasta demasiado combustible. Que si para qué quieres jardín si no tienes tiempo para disfrutarlo. Que si para qué quieres una hija si no tienes ni idea de qué bocata es el que más le gusta para merendar. Estaba claro que oía pero no escuchaba sus consejos. Eran para él una oración repetitiva y machacona, la típica chapa materna.
La crisis y sus tan socorridos ERE habían acabado con su sueño americano; ese al que hace referencia Will Smith en su malograda y patética Búsqueda de la felicidad; ese que se basa solo y exclusivamente en el dinero, en tener y tener, en acumular, en aparentar, en el poder; si no, uno no puede ser.
En su caso no pudo seguir con su nivel de endeudamiento. Se deshizo de lo que pensaba que eran sus más valiosas posesiones. Recambió la casa por un tercero sin ascensor, el coche por un utilitario de segunda mano, la novel cousin por unas tapas y mi hermana empezó a encargarse del vino de la comida dominical. También recambió sus noches en vela gracias al insomnio, sus taquicardias y jaquecas y sus preocupaciones pasaron a ser otras. Y una tarde en la que mi madre salía a andar por el conocido como “corredor del colesterol”, se le acercó con chándal y deportivos y, cuando fue capaz de articular palabra, le dijo que de atún con aceitunas.
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