Algún pregonero de los carnavales en nuestras ciudades ha invitado a la gente a "descontrolar", a excesos, al sexo y al alcohol, a desproporciones... No sé qué diría Freud de algo así, cuando puestos a pedir, nos parece que todo esto es lo más preciado y deseable de la vida. Hoy, aquí y ahora. Quizá por contraste sea suficiente ofrecer este artículo de Angeles Caso en La Vanguardia hace unas semanas. Quizá puede ser una buena entrada par que cada uno decida qué es importante en la vida, cómo se quiere divertir, con quién y para qué... Porque a fin de cuentas, en eso que deseamos y pedimos es donde de verdad estamos poniendo la esperanza de nuestra felicidad.
Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser. Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos... (lee el artículo completo)
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