“¡Y dígales a los padres de la UCA que lo que monseñor dijo ayer en la homilía es un delito!”, advirtió, amenazante, el oficial militar a la persona que había ido por la mañana a recoger el parte sobre los incidentes de la toma de la UCA por la policía nacional. Era lunes, 24 de marzo de 1980.
Monseñor Romero amaneció con su sotana blanca. Cuando se vestía de blanco, las hermanas del hospitalito, donde vivía, sabían que él iba a salir hacia el mar. “A saber a dónde va…”, “A saber qué tiene por ahí…”, le decían las hermanas, tomándole el pelo. “Llévenos, monseñor…”, le suplicó otra, en son de broma. “A donde yo voy, ustedes no pueden ir…”, respondió, mientras tomaba un bocado.
Ese lunes, 24 de marzo, monseñor dijo su misa matutina. Después de desayunar se dio una vuelta por el arzobispado. Y, con un grupo de sacerdotes, partió hacia el mar. Llevaban, para reflexionar, un documento papal, sobre el sacerdocio. Comieron, haciéndose bromas, a la sombra de los cocoteros. Regresaron antes de las tres de la tarde. Monseñor tenía una misa en el hospitalito a las seis. Se duchó, atendió a una visita y después fue a visitar a su médico para que le mirara los oídos. A las cuatro y treinta, se dirigió a Santa Tecla, a la casa de los jesuitas, para ver a su confesor: “Vengo, padre, porque quiero estar limpio delante de Dios”. A las seis y veintiséis (“él cenaba habitualmente a las seis y media”), monseñor Romero caía, asesinado, en el altar, en el ofertorio de la misa. Como santo Thomas Beckett. “Monseñor Romero: un mártir del siglo XX. Asesinado por predicar el evangelio” recogía, en la portada, el ABC de Sevilla ( 27/03/1980).
(...) Las palabras que monseñor Romero pronunció el domingo 23 de marzo de 1980 en la catedral -“no matarás”, “¡les suplico, les ordeno en nombre de Dios, que cese la represión, que no obedezcan si les ordenan matar!”-, el gobierno las calificó de “subversivas”: una provocación. Ese día, durante la comida, monseñor “se quitó los anteojos, cosa que nunca hacía, y permaneció en silencio… Eugenia, mi mujer, que estaba a su lado en la mesa, se quedó sobresaltada por la mirada larga y profunda que le dirigió… Lágrimas brotaron de sus ojos. Lupita le reprendió: ‘qué eran esas cosas de estar llorando’. Fue un almuerzo triste, desconcertante. De repente, monseñor repasó, uno a uno, a todos sus buenos amigos, sacerdotes y laicos”.
Ese lunes, 24 de marzo, monseñor dijo su misa matutina. Después de desayunar se dio una vuelta por el arzobispado. Y, con un grupo de sacerdotes, partió hacia el mar. Llevaban, para reflexionar, un documento papal, sobre el sacerdocio. Comieron, haciéndose bromas, a la sombra de los cocoteros. Regresaron antes de las tres de la tarde. Monseñor tenía una misa en el hospitalito a las seis. Se duchó, atendió a una visita y después fue a visitar a su médico para que le mirara los oídos. A las cuatro y treinta, se dirigió a Santa Tecla, a la casa de los jesuitas, para ver a su confesor: “Vengo, padre, porque quiero estar limpio delante de Dios”. A las seis y veintiséis (“él cenaba habitualmente a las seis y media”), monseñor Romero caía, asesinado, en el altar, en el ofertorio de la misa. Como santo Thomas Beckett. “Monseñor Romero: un mártir del siglo XX. Asesinado por predicar el evangelio” recogía, en la portada, el ABC de Sevilla ( 27/03/1980).
(...) Las palabras que monseñor Romero pronunció el domingo 23 de marzo de 1980 en la catedral -“no matarás”, “¡les suplico, les ordeno en nombre de Dios, que cese la represión, que no obedezcan si les ordenan matar!”-, el gobierno las calificó de “subversivas”: una provocación. Ese día, durante la comida, monseñor “se quitó los anteojos, cosa que nunca hacía, y permaneció en silencio… Eugenia, mi mujer, que estaba a su lado en la mesa, se quedó sobresaltada por la mirada larga y profunda que le dirigió… Lágrimas brotaron de sus ojos. Lupita le reprendió: ‘qué eran esas cosas de estar llorando’. Fue un almuerzo triste, desconcertante. De repente, monseñor repasó, uno a uno, a todos sus buenos amigos, sacerdotes y laicos”.
(Fragmento de LA ÚLTIMA CENA DE MONSEÑOR ROMERO, UN MÁRTIR INCÓMODO.
BRAULIO HERNÁNDEZ MARTÍNEZ)
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