La noticia ha saltado ahora a la luz pública, pero fue el pasado 28 de mayo cuando un hombre de 33 años, como tú y como yo, trabajaba de madrugada en una panificadora industrial en una localidad valenciana. La máquina arrancó el brazo de este hombre y su jefe, como cualquiera de nosotros habría hecho -supongo- conmovido lo metió en su coche y lo llevó al hospital más cercano.
Hasta aquí, todo bien, ¿no?
Lo increíble de la historia comienza al constatar que a 200 metros del centro de salud le obligó a bajar del coche y lo abandonó. Su prisa y su temor era volver pronto a la fábrica para no dejar ni rastro del accidente, ninguna prueba de nada... incluído el brazo, por supuesto, que fue a parar a un contenedor de basura.
Esta vez, los servicios médicos fueron ágiles, llamaron a la Guardia civil y recuperaron el brazo, aunque ya tan deteriorado que ha sido imposible recomponerlo en el cuerpo. cosa que se hubiera podido hacer si al propietario de la panificadora le hubiera preocupado más el ser humano que tenía enfrente que todo el papelo, las preguntas incómodas y quizá alguna que otra multa por una situación laboral deficitaria y unas condiciones poco seguras.
Pero ahora, por partida doble o triple, lo tendrá igual -eso espero-. Y además, quizá la cárcel.
Hecha la ley, hecha la trampa. Dependerá de sus contactos, de su habilidadcon los abogados.... ¡de tantas cosas!
Da la casualidad -añadida- de que el hombre que ha perdido su brazo y al que han querido arrebatarle también su dignidad, trabajada desde hace dos años sin contrato, con jornadas de 12 horas y con un sueldo de risa... o de llanto. Y se da la casualidad que es boliviano.
Espero no tener que elegir nunca, pero miedo me da parecerme más al jefe de la panificadora, preocupada por los papeles, por ocultar mis propias vergüenzas, mis errores, mis abusos, mis accidentes... que por cuidar y atender a la persona que está a mi lado. Sea víctima de mí misma y mi miseria o sea alguien que pasaba por allí y tropezó con ella...
¿Cómo podemos ser así?
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