La frase es de un personaje del siglo IV, famosísimo y muy importante en su época, de gran influencia en la Iglesia hasta el día de hoy. Se llama San Basilio, obispo, teólogo, pastoralista (si puede decirse así). Aunque él mismo prefería definirse con una palabra sola: cristiano. Decía que er el nombre más bonito que podía darse a sí mismo. Escribió la primera Regla monástica, es decir, una especie de criterios y normas para dar forma y orden a los hombres y mujeres que sentían la llamada a dedicar su vida entera a Dios de un modo distinto a la mayoría. Tiene escritos sobre la dignidad de los pobres, la presencia de Dios en ellos y la exigencia radical que nos hacen a los que tenemos de todo. Supo poner en palabras, junto a su amigo Gregorio Nacianceno y su hermano Gregorio de Nisa, que el Espíritu Santo es Dios, Señor y dador de Vida...
No me enrrollo más. Disfruta de un trocito del texto con que comenzaba esta entrada. Merece la pena:
El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor...
Digamos en primer lugar que Dios nos ha dado previamente la fuerza necesaria para cumplir todos los mandamientos que él nos ha impuesto, de manera que no hemos de apenarnos como si se nos exigiese algo extraordinario, ni hemos de enorgullecernos como si devolviésemos a cambio más de lo que se nos ha dado. Si usamos recta y adecuadamente de estas energías que se nos han otorgado, entonces llevaremos con amor una vida llena de virtudes; en cambio, si no las usamos debidamente, habremos viciado su finalidad. En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que él nos ha dado para practicar el bien; por el contrario, la virtud, que es lo que Dios pide de nosotros, consiste en usar de esas facultades con recta conciencia, de acuerdo con los designios del Señor...
Habiendo recibido el mandato de amar a Dios, tenemos depositada en nosotros, desde nuestro origen, una fuerza que nos capacita para amar; y ello no necesita demostrarse con argumentos exteriores, ya que cada cual puede comprobarlo por sí mismo y en sí mismo. En efecto, un impulso natural nos inclina a lo bueno y a lo bello, aunque no todos coinciden siempre en lo que es bello y bueno; y, aunque nadie nos lo ha enseñado, amamos a todos los que de algún modo están vinculados muy de cerca a nosotros, y rodeamos de benevolencia, por inclinación espontánea, a aquellos que nos complacen y nos hacen el bien. Y ahora yo pregunto, ¿qué hay más admirable que la belleza de Dios? ¿Puede pensarse en algo más dulce y agradable? ... El resplandor de la belleza divina es algo absolutamente inefable e inenarrable.
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