6 de septiembre de 2009, Domingo XXIII. Mc. 7 31-37
Fíjate en los gestos, no leas este evangelio como si se tratara de una curación más, un milagro más de Jesús, de esos que no entiendes muy bien… Los gestos de Jesús lo dicen todo…
En primer lugar te cura a solas, como diciéndote que necesita estar contigo, de tú a tú, si no, sería imposible. Te pide que te apartes con él un momentito, fuera del ruido y el griterío de la gente para poder curarte, no lo hace en cualquier sitio ni de cualquier forma… ¿cuáles son tus ruidos?
Y bueno… lo de la saliva… No sé si el gesto te parece muy asqueroso, puede que sí, pero recuerda esa imagen que seguro que has visto mil veces: la de una madre curando la herida de su niño mojando el dedo en su propia saliva… ¿no es esa una imagen más bonita que asquerosa? Parece ser que en aquellos tiempos, la saliva tenía cualidades curativas…
Así que si te dejas tocar por Jesús, te darás cuenta de que ¡Jesús es curandero! Un médico realiza bien su trabajo cuando da con el problema/enfermedad de su paciente y le aplica el tratamiento o la medicina precisa para curarle. Y muchas veces el paciente ni siquiera sabe que enfermedad tiene… sólo sabe que se encuentra mal.
Tú puedes confiar en un Jesús, si te acercas a él y se lo pides, verás que es el mejor médico, porque dará con tu enfermedad y por supuesto con el remedio. Jesús tiene un gesto más: antes de curar al sordo tartamudo mira al cielo, y es que Jesús no da un sólo paso sin contar con el Padre. De la misma forma, tampoco da un sólo paso sin tu consentimiento, por eso te dice “efatá”, necesita que seas tú quien tome la decisión de abrirse… eres tú quien te tienes que abrir, confiar,…
Jesús te dice ¡ábrete! No te cierres a él.
Alvaro Fraile, Madrid
Alvaro Fraile, Madrid
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